martes, 28 de diciembre de 2010

Sala de espera


Debo angustias en los hospitales, los rostros pútreos no dicen certezas, se olvidan del olvido, se sientan en la almohada de la clepsidra, divagan por los corredores, a la hora de la noche, la hora del silencio, de escaleras oxidadas, roídas.

Los hospitales callan, a veces. Los recuerdos no conocen la quietud, nada saben del aprendizaje del respiro, la agonía, la calle cerrada, el cemento en puntas de pie.

Temo ver rostros por última vez, fingir la textura de la piel, inventar un tacto inerte, dormirme al mirar la pared. Y el rostro de la última vez se vuelve eterno, intacto. Cobra movimiento, evoluciona, hace muecas, observa, cierra los ojos y regresa en los túneles de los sueños.

Ese rostro, de hospital, de medianoche, de olor antiséptico se difumina, se embebe del alba y apaga el motor.

Al día siguiente, todos preguntan por un cuerpo, obsequian cuerpos de flores, a un cuerpo de madera, otros hacen un cuerpo de mármol, con un cuerpo de fuego, rodeado de cuerpos que han olvidado un rostro, el único, no el último.

La habitación vacía crea un circo de miembros, un rostro final aparece por años. Hay un día en que vuelve el rostro y habla con la voz más enmudecida que se haya oído, sugiriendo devolver las angustias a los hospitales y el sueño a los que jamás tuvieron un rastro de libertad.

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