viernes, 20 de noviembre de 2009




Mi única certeza se mecía en que nunca fuí la ciencia cierta. Fuí un experimento, una observación diluída. Cuando fueron pasando mis años comencé a experimentar con el barro. Uno a veces entierra y otras, desentierra. Yo hacía los dos actos seguidos. Y también era una acción paulatina. Nunca amé el mes de enero, porque era mi descanzo y renovación. Nunca hablé sin silencios. Hubo un momento en que empecé a detestar la menta, el papel corrugado, los teléfonos, las paredes blancas y la luz que reposa en una mesita de luz. ¿Por qué se llamaba "mesita de luz"? Cumplía más funciones que sostener un velador, que tan sólo era encendido una vez al día, o quizás dos. Coleccioné humanos y me convertí en un paseador de soledades. Tantas veces, que aprendí a acompañarme a cada tienda en invierno para comprarme un abrigo. Pero sabía abrazar y escribirle en los dedos. Una vez me creció una planta y tuve que cuidarla. Pero mi planta se marchitó un día. Tuve que buscar otra, ya no soportaba no ver el verde ante mí. Esta vez me creció un jardín. Me enamoré. Y no hacía más que esconderme tras sus árboles, temía que llegara el verano y no poder ir en busca de mi abrigo como cada invierno. Llegó la primavera. El sol entraba por las ventanas y se iba por las alcantarillas. Tuve que acostumbrarme a la menta, a la luz y a convivir sin mis tapados. Pintar a enero en mis huesos, regar mis verdades y entender por una vez que el velador debe ser apagado, para poder dormir.




martes, 17 de noviembre de 2009

Diez y siete.

Sabía mi flor favorita. Mi mes, también conocía que cambiaba la preferencia de los colores con la estación. Podría agregarle que también tenía en cuenta mis horarios, mis desvaríos, mis pasos en vano, y los realizados, los sueños que dibujaba en el techo para no olvidar soñarlos. Me regalaba en cada conversación las palabras que me gustaba pronunciar, el veneno de los puntos suspensivos, mencionando los aromas y cómo hacerlos aparecer cuando no estaban ahí. Y con eso creía que me sabía.
Él estaba seguro.
En cada desencuentro aparecía nuestro más preciado encuentro. Los silencios se cargaban de oraciones conectadas con miradas sin pupilas. Cuando lo recordaba sonaba una alarma y cada mañana yo caminaba por la misma vereda para toparme con su rostro. Nos faltaba tiempo, pero para mí siempre era la misma hora. Con la misma textura del terciopelo.
Entonces me aprendí el estribillo de sus canciones, el marco exacto de su perfil, la docilidad de sus manos, el preámbulo para hipnotizarlo, la medida de sus suspiros.
Yo estaba segura.
En cada día del almanaque escribía su nombre. Buscaba la aleación extrema. El éxtasis de sus planetas, sus viajes. Y me regaló un cielo, yo le obsequié una estrella.
Estábamos seguros.


La colisión, a veces, es inevitable.

miércoles, 11 de noviembre de 2009



Se deslizan como serpentinas
estos sueños que caen como
noches intermitentes.
La tormenta quiere
ser el temporal
que arrasa como la verdad más cruda.
Y hay un aroma a idilio.
Entonces se pierde la noción de
las ambigüedades.
Se comienza por ser,
se acaba por hacer.




lunes, 9 de noviembre de 2009

Eco


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Bajaba el sol, la noche dejaba registro de su aparición apresurada. Las horas iban haciendo su catarsis para quedar inmaculadas frente al espejo del tiempo.
Se oyó un sonido hueco en el salón. Luego comenzó a aproximarse. Cada vez con más prisa. El sonido venía acompañado de otros sonidos. Ordenados, cada uno cumplía su función determinada, pero ninguno invadía al otro.
Esas resonancias iban marcando un camino en el suelo, que luego seguiría por los muros, y otra vez más contiguo, más cerca, más intimidante. Se desvanecían en la aurora inversa de un cubículo cerrado. Ahora más continuos, ahora sí comenzaban a tocarse entre sí. No después, sino ahora.
Los ecos comenzaban a atormentarse, era un montón de ruido que era uno sólo y también era una infinidad. Se agolpaban, se trastornaban, se peleaban, se fornicaban, se carcomían, se provocaban, se disuadían. De repente, llegó el silencio.
Alguien abrió la puerta. Se dio cuenta que estaba sólo. Ingresó y optó por cerrar ese portal y quedar adentro. Ese silencio, como una ráfaga de viento frío empezó por meterse en cada uno de sus poros. Ya nadie había en ningún lugar. Ni lejos, ni cerca.
El cuarto estaba completamente oscuro y cerrado, de pronto alguien golpeó la puerta desde afuera. Y desde el interior de esa habitación ya no se podía abrir, no habían llaves, ni picaportes. Estaba sólo de ese lado. Con el eco externo de una nueva soledad.

domingo, 8 de noviembre de 2009




Me desterraron de un país que había creado con mis uñas.

En el preciso instante en que un helicóptero alzó vuelo.
Dibujé en las puertas de él una ventana, sin cortinas.
Me creyeron loca, por amar sin pretextos.
Supe la teoría que dormitaba en las lenguas.
Yo no quería misterios cubiertos.
Y mientras subía a las alturas, me detuve en el detalle de esa ventana.
Una ventana-ojo. Se abría y cerraba. Y había electricidad.
Saqué mi mano por ese hueco y me metí dentro de una pupila, eterna.
Empecé a crear una ciudad, un pueblo, una comunidad, un país.
Habité las entrañas. Crecieron jazmines en las veredas.
Yo los cortaba y los guardaba en una caja de tendones.
Me los llevé y salí por la pupila.
Con el helicóptero bajamos, horas.
Llegué a mi primer país, tenía un nombre que no recuerdo.
Se dividía. Con el vuelo de una libélula.
Había vidrio en mi caja.
No quiero armas.
Quiero brazos.