martes, 17 de noviembre de 2009

Diez y siete.

Sabía mi flor favorita. Mi mes, también conocía que cambiaba la preferencia de los colores con la estación. Podría agregarle que también tenía en cuenta mis horarios, mis desvaríos, mis pasos en vano, y los realizados, los sueños que dibujaba en el techo para no olvidar soñarlos. Me regalaba en cada conversación las palabras que me gustaba pronunciar, el veneno de los puntos suspensivos, mencionando los aromas y cómo hacerlos aparecer cuando no estaban ahí. Y con eso creía que me sabía.
Él estaba seguro.
En cada desencuentro aparecía nuestro más preciado encuentro. Los silencios se cargaban de oraciones conectadas con miradas sin pupilas. Cuando lo recordaba sonaba una alarma y cada mañana yo caminaba por la misma vereda para toparme con su rostro. Nos faltaba tiempo, pero para mí siempre era la misma hora. Con la misma textura del terciopelo.
Entonces me aprendí el estribillo de sus canciones, el marco exacto de su perfil, la docilidad de sus manos, el preámbulo para hipnotizarlo, la medida de sus suspiros.
Yo estaba segura.
En cada día del almanaque escribía su nombre. Buscaba la aleación extrema. El éxtasis de sus planetas, sus viajes. Y me regaló un cielo, yo le obsequié una estrella.
Estábamos seguros.


La colisión, a veces, es inevitable.

1 comentario:

Juan A. Fontana dijo...

cada encuentro fue el primero, el único, las horas pasaron en micro-segundos... siempre
,la estrella fue obsequiada, antes.. cada dia... cada noche, en el contorno brilloso de sus pupilas