lunes, 9 de noviembre de 2009

Eco


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Bajaba el sol, la noche dejaba registro de su aparición apresurada. Las horas iban haciendo su catarsis para quedar inmaculadas frente al espejo del tiempo.
Se oyó un sonido hueco en el salón. Luego comenzó a aproximarse. Cada vez con más prisa. El sonido venía acompañado de otros sonidos. Ordenados, cada uno cumplía su función determinada, pero ninguno invadía al otro.
Esas resonancias iban marcando un camino en el suelo, que luego seguiría por los muros, y otra vez más contiguo, más cerca, más intimidante. Se desvanecían en la aurora inversa de un cubículo cerrado. Ahora más continuos, ahora sí comenzaban a tocarse entre sí. No después, sino ahora.
Los ecos comenzaban a atormentarse, era un montón de ruido que era uno sólo y también era una infinidad. Se agolpaban, se trastornaban, se peleaban, se fornicaban, se carcomían, se provocaban, se disuadían. De repente, llegó el silencio.
Alguien abrió la puerta. Se dio cuenta que estaba sólo. Ingresó y optó por cerrar ese portal y quedar adentro. Ese silencio, como una ráfaga de viento frío empezó por meterse en cada uno de sus poros. Ya nadie había en ningún lugar. Ni lejos, ni cerca.
El cuarto estaba completamente oscuro y cerrado, de pronto alguien golpeó la puerta desde afuera. Y desde el interior de esa habitación ya no se podía abrir, no habían llaves, ni picaportes. Estaba sólo de ese lado. Con el eco externo de una nueva soledad.

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