domingo, 24 de mayo de 2009



Te pedí que no volvieras. No lo hagas ni en sueños. En mis horas adormeciéndose, no aparezcas.
Te soñé, me agarrabas por atrás penetrando tus dedos, por mi espalda, por mi carne, por cada micrómetro de materia que componen a mis huesos, hendiéndote en mis venas, sulfurándote en mi sangre, respirándome desde adentro. Exorcizarte quise.
Qué hacías en esta ciudad de silencios, monocromática. Qué hacías, me preguntaba una y otra vez.
No debías volver de una forma cruel, ni tocarme la piel, ni tomar mis manos, ni sacudirme, ni desenhebrar alguna antigua canción de amor que guardaba el hierro. No.
Aún así, éramos dos, o éramos uno, pero te pedí que te fueras, el reloj se había quebrado en tus sienes y la hora final había quedado marcada para siempre, o para nunca.
Te ví dibujándome las vértebras, dibujando el fuego que se hizo hielo, dibujando a la mujer cubierta de fuego, bajo un cielo rosa, una cala aplastando a un hombre y luego a otro más, y un minuto después a otro y múltiples uñas quebrando las alas de las mariposas difuntas, que algún enero guardé bajo la lengua. Te quiero escupir mis mariposas. No vuelvas a mis sueños, ni me tomes, no me lleves a tu cielo otra vez. No me despiertes. No me despiertes.
No me despiertes.

1 comentario:

@leftraruh dijo...

Por las astas y la rienda
los cadaveres son gritos
que quedaron atragantados
en una gargara larga.


hay que purgar.

(mutare en remedio)